martes, octubre 24, 2006

Por los Ciclos de los Ciclos

Hace casi exactamente 2 años dejé de escribir en el Blog. Hoy ciertos ciclos parecen repetirse. Estoy de nuevo sin trabajo (tal vez es por eso que de nuevo escribo), recién renuncié al trabajo en pachuca. Me estuvo matando el estress, fuí a dar al hospital, vivía agobiado por la presión de una serie de individuos que no tienen la mínima idea de lo que es la educación, la investigación y muchas cosas que terminan en ción.. como dice la canción.
Hoy me estoy recuperando, pues desde hace tiempo mi sistema digestivo no estaba haciendo bien su tarea. Pero ahora que estoy tranquilo y que hago lo que me gusta, (dormir, ver tele, escribir, leer, comer) se me ocurrió un textito que espero les guste. Tiene mucha relación con lo que me ha pasado recientemente, pero en sus origenes cosmogónicos, jajaja... que bien suena esa palabreja. Disfrutenlo con leche y deseo que no se ahoguen.


La mierda: una señal de Dios
Hace un buen tiempo, digamos veinte años, estaba por terminar la primaria. Se bien que no me lo creerán, pero a esa edad aun acostumbraba, en el mes de julio, ir a ofrecer flores a la iglesia de mi barrio, El Montecillo.

No me apena aceptar que fui un niño algo más religioso que el promedio. Los sábados, por ejemplo, asistía a unas ciertas jornadas reli-filo-cultu-deportivas, en el seminario menor. Lo que más me gustaba eran las tortas de milanesa que vendían al final de la jornada; tal vez por eso ahora mi religión es Dios Milanesa (www.diosmilanesa.com.ar). En el seminario, jugábamos futbol, futbol americano con pañuelos en las bolsas, básquet, etc. Se celebraba misa y platicábamos un largo rato de las cosas de la vida, visto desde un punto de vista caótico ... perdón, católico.

Muchos de los compañeros venían del Colegio México, donde estudiaba la primaria. La mayoría de ellos me los volví a encontrar tiempo después bajo diversas circunstancias y en actividades muy diferentes. Nunca nos hicimos en realidad grandes amigos, ni cultivamos más amistad que la que nos unía los sábados.

Un fin de año escolar, se nos invito a asistir a un "propedéutico", para ingresar al seminario, en calidad de prospectos seminaristas. Por principio de cuentas yo nunca había escuchado antes la susodicha palabra. Pero me emocionaba la idea de vivir como seminarista por lo menos una semana. Esa era precisamente la propuesta: vivir una vida lo más parecida a la de un seminarista, para saber si estábamos llamados a ser pastores de la iglesia de Dios. Escuche otra nueva palabra: vocación.

Me dispuse a disfrutar de la aventura de vivir, a mi corta edad, una semana completa fuera de casa. Cosa que no había pasado y que no habría de repetirse por mucho tiempo. En el seminario, nos levantábamos temprano, a las 6 de la mañana, tendíamos la cama y nos lavábamos el hocico, nos dirigíamos a la capilla a rezar un rosario; después venía el desayuno, generalmente formado por huevo, chilaquiles, frijoles bayos, café, leche. Los padres desayunaban más rico, o al menos esa era nuestra idea, pues del templete del comedor y a través del barandal, los olores que escapaban se nos imaginaban deliciosos.

A mi no me gustaban los frijoles bayos. En casa, acostumbrábamos a comer negros, primero porque eran más baratos, después seguimos comiendo negros incluso cuando el precio estaba por encima de los bayos. Sólo en molletes, tostadas y fiestas de guardar se permitía el uso de los frijoles bayos.

Después del desayuno, venían las clases: latín, ciencias naturales, matemáticas y una más de religión. Las clases nunca me convencieron, mucho menos los profesores, que no eran más que seminaristas a medio sacerdocio, y yo le discutía de vez en vez al profesor de matemáticas, al de ciencias naturales, eso si, nunca al de latín. Los salones eran feos, polvorientos y descuidados, y eso tampoco me gustaba.

Terminadas las clases y antes de comer, se celebraba misa, en versión larga pues se hablaba del significado de alguna parte o frase específica de la misa. Al final nos daban indicaciones para el resto del día y corríamos todos a comer. La comida no era mala, pero no se acompañaba con agua de sabor o refresco. Agua simple y pura era la bebida de cada comida. Yo, totalmente desacostumbrado al hecho, prefería no tomar agua sino hasta el final, por no sentir la desagradable sensación de llenarse de una substancia que borraba el sabor a la comida.

Después de comer descansábamos un poco, para después hacer alguna actividad física, recibir alguna plática, alguna clase, y después bañarse en unas regaderas casi comunitarias con agua que nunca llegaba caliente y nuca tenía la presión suficiente. No soportaba la idea de bañarme entre una multitud de seres enjabonados esperando turno en la regadera, ni la idea de nunca más bañarme con agua al menos tibia.

Ya bañaditos y cambiaditos, volvíamos a la capilla a rezar un rosario, después del que siempre se discutía algún tópico filosófico, que si Sócrates, que Aristóteles, que en fin. La discusión terminaba por un llamado a cenar. En las mesas, las madres ya habían puesto pan dulce, atole, gelatina y el que quería le podían dar huevos y frijoles . . . bayos.

En la noche se nos pasaba alguna película religiosa y al final se comentaban los sucesos y sus significados. En una de esas pláticas se nos hablo de la vocación: el llamado. Se nos instaba a pedirle a Dios, no el llamado, sino una señal que nos hiciera, en su caso, sentirlo. Siguiendo esa dinámica le pedí a Dios una señal, y la señal llego.

Llegó a la mañana siguiente -anunciándome el fin de mi religiosidad- en forma de una tremenda diarrea, constituida mayormente por agua y frijoles bayos casi enteros, pues al no gustarme trataba de no masticarlos. No me dolía la panza ni tuve fiebre ni nada más. Simple y sencilla diarrea que, para después de las tres raciones diarias de frijoles bayos caldudos y espesos, me hizo correr terminada la cena a los sucios baños del patio de atrás, baños que en otra circunstancia jamás habría usado, y que desafortunadamente estaba todos ocupados, por lo que finalmente mi cuerpo expulso lo que no quería y me lo dejó embarrado y al mismo tiempo goteando entre las piernas.

Acudí, así como estaba, con el padre Frías quien me permitió ir al dormitorio a bañarme y cambiarme. Fue así como me di cuenta que esa era la señal que esperaba, una señal que me decía de una manera inmejorablemente clara que no estaba para frijoles bayos ni para comer tomando agua. Que no se puede vivir oliendo la comida de los de arriba. Que no quería tener profesores así nomas de nombre. Que no era vida levantarse tan temprano. Que no estaba listo para vivir fuera de casa. Que no estaba listo para siquiera lavar mis propios calzones cagados. Yo no había sido llamado, no fue mi vocación ser padre y al comprenderlo Dios me premio con un fuerte y abundante chorro de agua tibia de la regadera.

Desde entonces, me he dado cuenta que la mierda es una señal de dios. Te informa si te estas alimentando bien, si tomas suficiente agua, si estas estresado o no. Cuando uno está en el lugar equivocado no se puede dudar que tarde o temprano quede embarrado de mierda pestilente. Es Dios que te dice: huye mientras puedas, que vendrá el diluvio de caca, para renovar, para regenerar y compostear.

Si en tu trabajo, en tu casa, comienzas a ver sólo mierda al rededor, no dudes que Dios te está dando una señal. Es tiempo de dejarlo todo atrás.